–Quisiera sacar libreta de embarque.
–¿Nacionalidad?
–Argentino.
–¿Certificado de nacimiento?
–No tengo.
–¿Lo ha perdido?
–Nunca tuve uno.
–¿Cómo entró a Chile?
–En un vagón lleno de animales.
–¿Nacionalidad?
–Argentino.
–¿Certificado de nacimiento?
–No tengo.
–¿Lo ha perdido?
–Nunca tuve uno.
–¿Cómo entró a Chile?
–En un vagón lleno de animales.
Con este diálogo de las primeras páginas de Hijo de ladrón, Aniceto Hevia, su protagonista, nos narra cómo cruzó la cordillera a pie, y luego como polizón de un tren, en el que casi muere de frío.
La culpa fue del conductor del tren, cuenta, y da inicio a una de las inolvidables anécdotas de la novela:
El tren tomó pronto su marcha de costumbre y durante un rato me mantuve de pie sobre un peldaño de la escalerilla, tomado a ella con una mano y sosteniendo con la otra mi equipaje. Al cabo de ese rato comencé a darme cuenta de que no podría mantenerme así toda la noche: un invencible cansancio y un profundo sueño se apoderaban de mí, y aunque sabía que dormirme o siquiera adormilarme significaba la caída en la línea y la muerte, sentí, dos o tres veces, que mis músculos, desde los de los ojos hasta los de los pies, se abandonaban al sueño [...] trepé a la escalerilla, me encaramé sobre el techo, y desde allí, y a través de las aberturas, forcejeando con la maleta, me deslicé al interior del vagón. Allí no iría colgando, y, sobre todo, no correría el riesgo de encontrarme de nuevo con el desalmado conductor.
Y tal vez lo que hace tan inolvidable esta primera anécdota, es que no nació puramente de la imaginación del autor, pues tal como nos enteramos en sus memorias, Imágenes de infancia y adolescencia, esa fue, efectivamente, la forma en que Manuel Rojas viajó de Argentina a Chile; parte a pie, parte como polizón de un tren, casi muerto de frío y obligado a meterse a un vagón lleno de animales:
...pero apenas hube puesto los pies sobre la masa de estiércol que cubría aquel piso, los animales, unos quince o veinte vacunos de toda laya, ignoro por qué, aunque quizá por la maleta, se asustaron y empezaron a correr, a girar, mejor dicho, ya que ahí no se podía correr en línea recta, y hube de hacerlo junto con ellos, cuidando al mismo tiempo que algún animal, en las curvas, no me aplastase con sus cuartos traseros. En medio de esta zarabanda oí que alguien reía a carcajadas y eso me pareció tan raro que casi no pude creerlo. ¿Cómo podía alguien reír ahí? Di una mirada rápida a mi alrededor y descubrí que quien reía era uno de mis compañeros: colgado de la escalerilla, me miraba hacer cabriolas, maleta en mano, siguiendo el caprichoso girar de los bueyes de la jaba. Me dieron ganas de reír también, pero no podía hacerlo...
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